Todavía en los años 60, cuando ningún avión comercial volaba a la Isla de Pascua, Teodoro Rivero-Ayllón se hizo a la mar en Valparaíso y navegó hasta ese lugar, en los confines del mundo. El barco de regreso salía 3 meses después, pero algún encanto irresistible hizo que lo perdiera. El siguiente llegaba al otro año, pero tampoco lo tomó. Al final, se quedó dos años estudiando el idioma de los nativos y tratando de encontrar raíces comunes entre aquél y las lenguas de la América aborigen.
Ese era y es el amigo a quien recuerdo en este correo. De ese viaje le nació un libro y luego de inmediato otro, ante su encuentro con Machu Picchu. Erraría después por toda América en pos de textos inéditos de algunos poetas modernistas, y ocuparía por fin durante un año la misma silla y mesa en la Biblioteca del Congreso de Washington leyendo sin parar antes de redactar por fin en la universidad de Trujillo la que sería su tesis doctoral que versa sobre el Grupo Norte y sus conexiones con el Modernismo. Todo el tiempo, recuerdo a Teodoro tratando de aprender algo.
En las riberas del Amazonas, llegó a dominar una docena de las lenguas que comunican a los cazadores de aquel bosque impenetrable. Como Vicerrector en Chiclayo, anduvo por las pirámides misteriosas explorando al lado de Walter Alva, el genial descubridor de Sipán.
En Irán, en la China y en la India , como profesor universitario, no dejó ni un minuto de seguir siendo un estudiante enamorado de la forma cómo la palabra humana se entrelaza en el código misterioso del idioma. Quizás el tiempo dura más para él y eso le permite tanta hazaña, pero también juega a su favor el haber sido formado por la cátedra humanista, tradicional en América Latina, y no por aquella otra, importada de los Estados Unidos, que hace de la educación un producto mercantil adquirible por créditos y convierte al graduado en una persona que ya terminó de comprar sabiduría. Pero no me ocupo de eso, sino de Teodoro.
En estos días le están celebrando en Trujillo, Perú, no sé si treinta, cuarenta o cincuenta años de hacer literatura, aunque yo le calculaba un poco más de cien. Además, nuestra Alma Mater, la Universidad Nacional de Trujillo le confiere el Doctorado Honoris Causa. .Y ese es el pretexto para confesar algo que muchas veces le he dicho a Teodoro, pero que él, con su modestia habitual, no quiere repetir.
Las virtudes que algunos (amigos) celebran en mi prosa tienen su origen en la generosidad desbordante de este querido cómplice mío.
Cuando yo era un chico de 16 años, colmado de pelo, de ilusiones y de malos versos, fue él, quien se tomó el trabajo de leer lo que yo escribía, de aplaudir algunos fáciles logros de mi pluma y de llevarme la mano para que corrigiera lo que debía corregirse. O sea, casi todo."La tarea del buen escritor no consiste tan sólo en llenar papeles, sino en tener la valentía de borrar y hacer desaparecer textos enteros cuando aquellos están de más." Eso es lo que me dijo Teodoro, y creo que por eso me he pasado más tiempo borrando que escribiendo.
Lo que queda de ello es lo que más me gusta y lo que espero que les guste a los demás como a mí me gusta. El año en que yo entraba a la universidad, Teodoro, tal vez diez o quince años mayor que yo, me había convocado junto a otros muchachos para formar un grupo literario que llamamos "Trilce". La verdad es que nunca he conocido un grupo de gente tan ilusa ni tan generosa.
En el ambiente del Trujillo de entonces, éramos un grupo de locos que se alentaban los unos a los otros para asumir lo que el filósofo Antenor Orrego llamaba un mandato de la tierra y del destino. La vida ha hecho que nos encontremos sin darnos cita en los lugares más remotos de este planeta. La esposa de Juan Morillo Ganoza descubrió que la dama que preparaba la comida cantando en la ventana de enfrente de su casa en Pekín era la esposa de Teodoro.
Por mi parte, me choqué con él en el Teherán desbordado de la revolución contra el Shah, y supongo que también ha de ser de casualidad cuando nos encontremos allá arriba, después de después. Los días de Acción de Gracias, en Estados Unidos, se me hacen muy breves para recordar tanta bondad como la que recibo todos los días, y ahora que ha llegado la tarde, no termino de dar las gracias por la gracia de tener amigos.
Correo de Salem
Por EDUARDO GONZALEZ VIAÑA
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